Quién me conoce de antes y no ha seguido mi pista, se quedaría con la imagen que proyecté durante infancia y adolescencia, la de un niño tímido, incluso solitario.
Quién me conoce de mi etapa adulta, o sólo a través de la red social, se habrá quedado con otra quizá distinta, la de un ser social (o incluso muy social).
Quién me conoce realmente, y me acompaña en mi día a día, sabe que no soy ni lo uno ni lo otro sino que soy ambos.
Lo que sí es seguro es que en no pasa mucho tiempo sin que necesite ese espacio en soledad, ese escaparme del mundo para encender el gps donde el objetivo es ubicarme.
Unas veces lo consigo saliendo a pasear, otras sentándome a escribir, a ordenar, a contar, como ahora. El tren de ida y vuelta es fantástico para ello también.
No siempre es sencillo encontrar, o brindarse la oportunidad para salirse, escaparse. Anoche era una de esas veces complicadas.
Trabajaba en una boda: mucha gente, muchos estímulos, mucho energía depositada en mirar a los demás.
Es curioso, incluso a algunos les parecerá cercano a lo patético; esta vez fue el baño el lugar de peregrinación, donde además de para orinar, acudí a respirar y volver unos segundos a mí, encontrarme, ubicarme (sin dramatismos) y recuperar en ese espacio un poco de esa intimidad que andaba ciertamente diluida hacia el final de un día muy intenso.
Fue en el espejo, y sobretodo en esta tapa del lavabo donde de repente me encontré. Era simple, no había que intelectualizarlo mucho: ahí estaba yo. Pequeño, difuso, atento. Podía ver perfectamente mi cansancio, y de repente aparecían mezcladas todas las sensaciones, todo este día, todas estas muchas horas de aprendizaje mirando a otros.
Siempre voy a reivindicar este asomarme, este reencontrarme (reencontrarnos, cada uno a su manera). Sea de forma más romántica, en un viaje sólo, enfrente del mar. Sea en una tapa del lavabo de un baño.