El primer ciclo que experimentamos es la respiración.
Un ciclo que se abre con la inspiración y se cierra al espirar, suena fácil.
La vida a partir de ahí será un constante abrir y cerrar, comenzar y acabar, un ir y venir de ciclos.
Sólo que no todo es tan fácil. Vivimos en una cultura en la que no se ha puesto la misma energía en enseñarnos a cerrar, que en enseñarnos a abrir.
Pareciera que abrir es positivo, y cerrar no lo es tanto.
Que acabarse es una pena y empezarse una alegría.
Y así nos va.
Vivimos con miedo a los finales. Con miedo a la muerte, a cerrar capítulos, a pasar página.
Nos cuesta atrevernos. Nos cuesta enfrentarnos, y aceptar que algo debe moverse, continuar.
Y que quizá en ese continuar algo se queda por el camino.
Nos estamos enfrentando a la pérdida.
Y no queremos afrontarla.
A cada segundo, cada día se apaga algo, se cierra algo para que otro algo nuevo se encienda, se abra.
Al no dar ese paso, y acompañar en el cierre a aquello que debe cerrarse, nos dedicamos a mantener bloqueada una gran cantidad de energía que a su vez no podemos dedicar, ocupar en lo que en presente pudiera abrirse.
Cuando cerramos una gestalt o asunto inconcluso (en jerga gestáltica), permitimos que lo que estaba en el foco (lo que era figura) pase a ser fondo.
Algo se desatasca, dejamos que se vaya y entonces descansamos. Pesamos menos.
Y este es básicamente el vaivén en el que nos moveremos toda nuestra vida.
Así que sonriamos un poquito más al cerrar. Dediquémosle su espacio. Y su tiempo.
Hoy le he dedicado (hemos) toda una mañana a cerrar una.
Me he quedado la mar de agustico.
Y ya peso menos.